El Mar Menor, la mayor laguna salada de Europa y uno de los enclaves naturales más emblemáticos de España, se encuentra desde hace décadas en el centro de una crisis ambiental que ha puesto en jaque su biodiversidad, su atractivo turístico y la vida de las comunidades que dependen de sus aguas. Tras años de episodios de eutrofización, mareas verdes, mortandad masiva de peces y una creciente presión ciudadana, el Gobierno de España y la Región de Murcia han puesto en marcha un plan de restauración sin precedentes que pretende devolver a la laguna la salud perdida y garantizar su supervivencia a largo plazo.
El proyecto, considerado uno de los más ambiciosos de restauración ecológica de Europa, se apoya en un diagnóstico claro: el Mar Menor ha sufrido una sobrecarga de nutrientes —principalmente nitratos y fosfatos— procedentes de la agricultura intensiva del Campo de Cartagena. Estos fertilizantes, arrastrados por la escorrentía y los acuíferos, han disparado los niveles de contaminación, alimentando proliferaciones masivas de algas que privan al agua de oxígeno y asfixian a los organismos marinos. El resultado ha sido devastador: playas cubiertas de fango, aguas turbias, especies desaparecidas y un deterioro que ha afectado también al turismo y a la pesca artesanal, dos de los motores económicos de la zona.
El plan de restauración aborda el problema en varios frentes. En primer lugar, se busca reducir de forma drástica el aporte de nutrientes. Para ello, se están reforzando los controles sobre el uso de fertilizantes, limitando las prácticas agrícolas más contaminantes y sancionando a quienes incumplen la normativa. Además, se prevé la creación de cinturones verdes con vegetación natural que actúen como filtros biológicos, reteniendo el exceso de nutrientes antes de que llegue a la laguna.
En paralelo, se está trabajando en la recuperación de humedales y ecosistemas asociados, que actúan como barreras naturales y sumideros de nutrientes. Estas áreas, muchas de ellas degradadas por décadas de urbanización y transformación agrícola, son esenciales para restablecer el equilibrio ecológico del entorno. Otro pilar del plan es la regulación del uso del suelo, que busca frenar la expansión urbanística descontrolada que, durante años, ha estrechado los márgenes de la laguna y multiplicado las presiones sobre ella.
Los expertos, sin embargo, advierten de que no existen soluciones inmediatas. La restauración de un ecosistema tan dañado es un proceso largo, que puede extenderse durante décadas. Incluso si las medidas actuales se cumplen a rajatabla, el Mar Menor tardará años en mostrar signos de recuperación visibles. Pero, como señalan desde el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la magnitud de la intervención y el compromiso político y social que se está desplegando lo convierten en un referente para la conservación en Europa.
En la práctica, el éxito del plan dependerá no solo de las inversiones —que superan los cientos de millones de euros—, sino también de la vigilancia, la transparencia y la colaboración ciudadana. Organizaciones ecologistas insisten en que la restauración no será posible si no se garantiza un control real sobre la agricultura intensiva y si no se corrigen los excesos que durante años han quedado impunes.
Mientras tanto, los vecinos del Mar Menor siguen conviviendo con una realidad ambivalente: por un lado, la esperanza de ver recuperada la laguna que forma parte de su identidad; por otro, la frustración por la lentitud del proceso y el temor a que las promesas políticas se queden en papel mojado. Lo cierto es que, tras décadas de inacción, el Mar Menor ha pasado de ser símbolo de riqueza natural a emblema de los daños del cambio climático y la mala gestión. Ahora, se enfrenta a su última oportunidad de renacer como un ecosistema vivo y resiliente.